Le
confesé a mi padre lo que había hecho. Ni siquiera pestañeó. Era como si todo este tiempo lo hubiera
sabido, tan sólo estaba esperando escucharlo de mi boca para acabar
de confirmarlo. Hace casi tres años que su princesa, la niña de sus
ojos, se cargó a golpes al hombre que le destrozó la vida, engañó
a la policía, metió a un inocente en la cárcel y salió sin un
rasguño de ésta. Papá dijo que estaba orgulloso de mí, pero podía
saborear la duda en su mirada. Escondí el machete bajo la falda,
sonreí, y recibimos la noche fumando un cigarro a medias.