lunes, 30 de diciembre de 2019

2020

Me había prometido no hacer lista de propósitos, ni balance del año, ni todas esas chorradas, pero una parte de mí es muy tradicional, y no he podido reprimirme.

2019 ha sido un año agridulce, con tantos cambios que todavía me atraganto. Dos países, tres trabajos y cuatro casas en menos de cinco meses descolocan a cualquiera. Era de esperar que pasara algo así, porque los años impares nunca se me han dado bien. El año chino del cerdo nos las ha hecho pasar putas (y digo "nos", porque hemos sido unas cuantas las que tenemos las rodillas peladas de tanto tropezar con piedras absurdas durante estos meses).
Aun así, pese a los dramas,  he ido adaptándome a todos estos cambios a velocidad de hormiga, y poco a poco veo la luz. Además, he escrito cinco o seis listas de propósitos: leer más, escribir más, hacer deporte, viajar a varios países, encontrar mi lugar -aunque sea temporal-, quererme más, abrazarme sin miedo, crear un proyecto (y no abandonarlo), ir al teatro más a menudo.. Algo fácil, propósitos que se plantean la mayoría de mortales (y que cumplen sólo una minoría). De momento me siento optimista, porque ya me he apuntado a un taller de escritura y al gimnasio, y eso que todavía no ha acabado el año. A tope.

Decimos adiós al 2019 con un poquito de resquemor, pero mucho más fuertes y con ganas de empezar de nuevo por enésima vez. Este año jugamos con ventaja, porque el 2020 es par. Y los años pares pasan cosas bonitas: Me gradúo en la universidad, encuentro trabajo como educadora, me mudo de ciudad, vivo en otro país, viajo a un continente distinto... Presiento que el 2020 se portará bien. Además, es el año de la rata en el calendario chino, así que estamos de suerte, porque mi pequeña Orik nos guiará desde las estrellas.

En unas horas daremos la bienvenida al 2020 en mi ciudad favorita. Todavía no tenemos pensado el guión, pero esta vez no nos hace falta. Menos tropiezos tontos y más avanzar sin miedo. Y poco más. El resto, que fluya.

lunes, 23 de diciembre de 2019

Blanca navidad.


Este año el invierno ha tardado más de lo habitual, pero finalmente ha llegado. Mientras cae la noche, empieza a nevar. Antonio abre la puerta trasera del edificio número 81, y se sienta en las escaleras del rellano. Allí pasará la noche, como lleva haciéndolo los últimos trece meses.

¿Quién le iba a decir a él, un empresario de éxito y prestigio, que acabaría durmiendo sobre cartones y rebuscando en la basura? Pero es la historia de siempre… Invertir demasiado dinero en demasiados vicios trae demasiadas consecuencias, y lo que empezó como un juego acabó convirtiéndose en su peor pesadilla. Una sobredosis de mujeres, drogas y juegos de azar consiguió que perdiera todo: la casa, la familia, los niños, la esperanza y la poca dignidad que le quedaba.

Se acurruca en una esquina y deja que el tiempo pase despacio, sin hacer demasiado ruido. En menos de veinte minutos bajará Teresa, la vecina del cuarto. Cada noche le trae un tazón de sopa, un poco de pan y alguna chocolatina. Los primeros días, Antonio era incapaz de aceptarlo. Se le caía la cara de vergüenza tener que aprovecharse de la caridad de esa pobre mujer. Pero después de unos días alimentándose de cáscaras de fruta y pescado en mal estado, decidió dejar de lado su dignidad, agachar la cabeza y aceptar los caldos de Teresa. Le mantenían caliente, y le ayudaban a dormir un poco mejor. Él no tenía mucho que ofrecerle a cambio, pero cada tarde le subía la compra o le acompañaba del brazo para subir las escaleras, cosa que la señora agradecía muchísimo.

Esta noche le trae una invitación para cenar en casa con su familia. Antonio lo había olvidado por completo. Hoy es nochebuena. Teresa dice que no podría soportar que cene solo en una noche tan especial, pero él se niega. Ya siente demasiada vergüenza aceptando su comida, como para entrar en su casa como un intruso. Ella lo intenta, pero es imposible, así que vuelve a subir a casa y, además de la sopa, le trae un plato de estofado y una tableta de turrón. Antonio le da un abrazo, y se gira rápidamente para que no pueda ver las lágrimas en sus ojos.

Devora la comida, y mientras tanto, escucha cómo van llegando los parientes de sus vecinos para cenar todos juntos. Los nietos de Teresa, la hija de Manolo, los sobrinos de Susana, los abuelos de Jorge y Emilia… En menos de una hora todas las familias empezarán a cenar. Desde las escaleras puede oír los villancicos desafinados, los gritos de los niños jugando, las conversaciones entre hermanas, los chismes que se cuentan las primas mientras esperan el postre… Sin poder evitarlo, recuerda su última navidad en casa. Carmen preparó ensalada de gambas y redondo de ternera. La casa estaba decorada con mucho mimo, y Gisela y Fran se pusieron guapísimos para la ocasión. Esa noche también vino Sonia, su cuñada, con su marido Vicente y su hija Laura. Fue una velada tranquila, sin incidentes. Bastante normal. Pero ahora que está solo en ese maldito portal daría lo que fuese por volver a esa noche. Por volver a verles y abrazarles. Por decirles lo mucho que les quiere, que les echa de menos. Por recuperar a su familia. Por recobrar su dignidad. Por volver a ser persona.

A pesar del frío, sale al jardín del edificio. A través de las ventanas, puede ver las siluetas de los comensales disfrutando de la navidad en el calor del hogar. Al fondo del recinto está la que un día fue su casa. Si afina la vista, puede ver a su mujer sirviendo la cena, a sus hijos sentados en la mesa, y a Julio, el nuevo marido de Carmen, arrebatándole su antigua vida. Y lo peor de todo es que parecen más felices sin él.


Hace trece meses que no les ve. Hace trece meses que se está planteando hacerlo. De hecho, hace trece meses que debería haberlo hecho, pero tan sólo hace trece segundos que lo ha decidido. Se despide en silencio de su familia y les pide perdón por haberles amargado la vida. Mirando al cielo, se queda desnudo, tumbado sobre la nieve, y sin pensárselo dos veces, descarga toda la rabia contenida contra su propio cuerpo, apuñalándose con todas sus fuerzas, tiñendo de sangre la blanca navidad.

sábado, 14 de diciembre de 2019

T.

Tengo que dejar de regresar cada semana allá donde un día dejé crecer mis raíces. Hace tiempo que no encuentro el camino, y poner parches con pedacitos del pasado no ayuda. Tanta incertidumbre hace que me tambalee.  Y me autoengaño diciendo que ya no siento nada, que aquello que tuvimos (y todo lo que construimos, y lxs que nos acompañaron) son un pilar en el que aguantarme hasta descubrir cuál es mi rumbo. Pero en el fondo sé que es mentira, que no es sano echar tanto de menos, que me duele saber que la vida avanza y yo me pierdo, que no dejo de mirar el móvil para ver si me escribes. Añoro los días en los que me levantaba y quería comerme el mundo. Hoy he vuelto a caer, entrando en bucle en tu habitación, dramatizando como años atrás, dejando que saliera mi niña pequeña, y soltando unas cuantas lagrimitas cuando una voz ajena me ha preguntado si todo está bien, mientras tú seguias marcando la distancia jugando a juegos de mesa en la otra punta de la casa, haciendo como si nada pasara. Y es que en el fondo tienes razón, porque sé que cuando estoy así, si me abrazas pierdo el sentido. Y abandonarme entre tus brazos echando de menos las raíces que un día tuve no es la mejor opción.

domingo, 8 de diciembre de 2019

P.

Poco se habla de la resaca emocional de tres pares de narices que llevo encima.