Este año el
invierno ha tardado más de lo habitual, pero finalmente ha llegado.
Mientras cae la noche, empieza a nevar. Antonio abre la puerta
trasera del edificio número 81, y se sienta en las escaleras del
rellano. Allí pasará la noche, como lleva haciéndolo los últimos
trece meses.
¿Quién le iba a
decir a él, un empresario de éxito y prestigio, que acabaría
durmiendo sobre cartones y rebuscando en la basura? Pero es la
historia de siempre… Invertir demasiado dinero en demasiados vicios
trae demasiadas consecuencias, y lo que empezó como un juego acabó
convirtiéndose en su peor pesadilla. Una sobredosis de mujeres,
drogas y juegos de azar consiguió que perdiera todo: la casa, la
familia, los niños, la esperanza y la poca dignidad que le quedaba.
Se acurruca en una
esquina y deja que el tiempo pase despacio, sin hacer demasiado
ruido. En menos de veinte minutos bajará Teresa, la vecina del
cuarto. Cada noche le trae un tazón de sopa, un poco de pan y alguna
chocolatina. Los primeros días, Antonio era incapaz de aceptarlo. Se
le caía la cara de vergüenza tener que aprovecharse de la caridad
de esa pobre mujer. Pero después de unos días alimentándose de
cáscaras de fruta y pescado en mal estado, decidió dejar de lado su
dignidad, agachar la cabeza y aceptar los caldos de Teresa. Le
mantenían caliente, y le ayudaban a dormir un poco mejor. Él no
tenía mucho que ofrecerle a cambio, pero cada tarde le subía la
compra o le acompañaba del brazo para subir las escaleras, cosa que
la señora agradecía muchísimo.
Esta noche le trae
una invitación para cenar en casa con su familia. Antonio lo había
olvidado por completo. Hoy es nochebuena. Teresa dice que no podría
soportar que cene solo en una noche tan especial, pero él se niega.
Ya siente demasiada vergüenza aceptando su comida, como para entrar
en su casa como un intruso. Ella lo intenta, pero es imposible, así
que vuelve a subir a casa y, además de la sopa, le trae un plato de
estofado y una tableta de turrón. Antonio le da un abrazo, y se gira
rápidamente para que no pueda ver las lágrimas en sus ojos.
Devora la comida, y
mientras tanto, escucha cómo van llegando los parientes de sus
vecinos para cenar todos juntos. Los nietos de Teresa, la hija de
Manolo, los sobrinos de Susana, los abuelos de Jorge y Emilia… En
menos de una hora todas las familias empezarán a cenar. Desde las
escaleras puede oír los villancicos desafinados, los gritos de los
niños jugando, las conversaciones entre hermanas, los chismes que se
cuentan las primas mientras esperan el postre… Sin poder evitarlo,
recuerda su última navidad en casa. Carmen preparó ensalada de
gambas y redondo de ternera. La casa estaba decorada con mucho mimo,
y Gisela y Fran se pusieron guapísimos para la ocasión. Esa noche
también vino Sonia, su cuñada, con su marido Vicente y su hija
Laura. Fue una velada tranquila, sin incidentes. Bastante normal.
Pero ahora que está solo en ese maldito portal daría lo que fuese
por volver a esa noche. Por volver a verles y abrazarles. Por
decirles lo mucho que les quiere, que les echa de menos. Por
recuperar a su familia. Por recobrar su dignidad. Por volver a ser
persona.
A pesar del frío,
sale al jardín del edificio. A través de las ventanas, puede ver
las siluetas de los comensales disfrutando de la navidad en el calor
del hogar. Al fondo del recinto está la que un día fue su casa. Si
afina la vista, puede ver a su mujer sirviendo la cena, a sus hijos
sentados en la mesa, y a Julio, el nuevo marido de Carmen,
arrebatándole su antigua vida. Y lo peor de todo es que parecen más
felices sin él.
Hace trece meses que
no les ve. Hace trece meses que se está planteando hacerlo. De
hecho, hace trece meses que debería haberlo hecho, pero tan sólo
hace trece segundos que lo ha decidido. Se despide en silencio de su
familia y les pide perdón por haberles amargado la vida. Mirando al
cielo, se queda desnudo, tumbado sobre la nieve, y sin pensárselo
dos veces, descarga toda la rabia contenida contra su propio cuerpo,
apuñalándose con todas sus fuerzas, tiñendo de sangre la blanca
navidad.
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