jueves, 25 de junio de 2009
Maldito duende
Un duende maldito y retorcido está atando mis arterias y mis latidos con nudos marineros. Cada vez que estira sale disparado un bonito recuerdo, y una arcada de desilusión recorre mi esófago. Todavía noto la presión en mi pecho, el vacío de sentimientos, y es que ya ni siquiera puedo sentir el aire, incluso me cuesta respirar. Pero al duende le gusta verme así. Y por eso me dejo, porque hoy lo hago por él, pero algún día será por mí por quien se aten arterias y latidos, por quien se dejen matar un poquito el corazón.
lunes, 22 de junio de 2009
Y yo con estos pelos
El niño despeinado vivía en una habitación negra, sin cielo y sin amigos. Jamás comprendió por qué le encerraron en ese lugar, olvidó quién lo hizo. Ni siquiera le importaba. Simplemente, se sentaba en una esquina y se mecía en sus entrañas, dejando pasar el tiempo. Observaba a su alrededor. Las paredes oscuras se comían sus ganas de vivir, pero en un rincón sucio y anaranjado, siempre estaba en pie su pequeña esperanza. Unas cuantas flores le daban los buenos días, le hacían compañía, incluso le contaban qué había más allá de aquellos muros. El niño despeinado las escuchaba atentamente, sorprendido con esas palabras que gritaban cielos azules y mariposas inquietas, risas de niños y arena entre los dedos de los pies. Le encantaba saborear cada letra.
Un día, mientras se mecía, había más silencio del habitual. Temoroso, se levantó. Todo se había vuelto más oscuro si cabe. Se acercó hacia el rincón anaranjado que tanto le gustaba. Y vio aquello que no quería ver. Un río de sangre rodeaba a las flores que tantas historias le habían contado. Habían muerto, su pequeña esperanza había muerto. Rebuscó en sus bolsillos algún remedio, algún antídoto, una pizca de vida. Tan sólo encontró una tiza. El niño despeinado recordó las palabras de las flores, y actuó. Tenía que salvar a esos pétalos que tanto le gustaban. Creía que, pintando unas nubes en el cielo y un pequeño sol, las margaritas de sus cosquillas volverían a florecer. Pobre inocente.
Un día, mientras se mecía, había más silencio del habitual. Temoroso, se levantó. Todo se había vuelto más oscuro si cabe. Se acercó hacia el rincón anaranjado que tanto le gustaba. Y vio aquello que no quería ver. Un río de sangre rodeaba a las flores que tantas historias le habían contado. Habían muerto, su pequeña esperanza había muerto. Rebuscó en sus bolsillos algún remedio, algún antídoto, una pizca de vida. Tan sólo encontró una tiza. El niño despeinado recordó las palabras de las flores, y actuó. Tenía que salvar a esos pétalos que tanto le gustaban. Creía que, pintando unas nubes en el cielo y un pequeño sol, las margaritas de sus cosquillas volverían a florecer. Pobre inocente.
domingo, 7 de junio de 2009
Llevo veintiocho días encerrada en casa. Las paredes han empezado a hablarme, y la mugre se esconde bajo mis sábanas, que lloran a gritos desde que duermen solas. Sigo vestida con esa camiseta grisacea que encontré en el parque de atrás, y los dedos de los pies se asoman por los agujeros de mis calcetines azules. Me doy un beso en las rodillas como desayuno. No puedo dejar de morderme los labios hasta hacerlos sangrar. Araño la palma de mis manos cada vez que pienso en saltar y no volar. Adoro escuchar el sonido de la piel rasgada, deshaciéndose lentamente, plácidamente. Se me caen las uñas de tanto esperar(te).
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