Ahogué las ganas de llorar, callando la respiración contra la almohada, mientras la yema de mis dedos, cansada de tener que acompañarme en las frías noches de verano, se distraía dibujando corazones deformados en los rincones de la cama. Mis ojos se perdían en cada movimiento, siguiendo el ritmo con las pupilas. No veía simplemente líneas, sino que dentro de cada garabato había algo extraño. No podía distinguirlo, pero cada vez que acariciaba uno de esos corazones, mis latidos susurraban pequeños orgasmos. Poco a poco, fueron alzando la voz, y extendiendo por mi cuerpo el cosquilleo que se había apoderado de mis sábanas. Por un momento, me imaginé al vecino del tercero gritando de placer al oír los gemidos que emitía alguien que no era yo. Busqué mi dedo pintacorazones, pero ya no estaba perdido entre garabatos. Se había escondido entre mis piernas, jugando a pintar espirales de amor. De amor propio. Y me dejé llevar.
"Amaba la vida. A su manera. Amaba el alcohol. Las calles. Las mujeres fáciles. Amaba el día y la noche. Amaba aquello que él denominaba la mala literatura. Y todo, bajo el prisma de un hombre que no tenía dueño, tan sólo comprometido con la bebida y con su vieja máquina de escribir. Odiaba el trabajo. La vida ordenada. Limpiar los platos. Cortarse las uñas. A los críticos literarios. A los escritores. A la gente que nunca le invitaba a un trago."