domingo, 11 de enero de 2009
Domingo tarde
El despertador decidió quedarse callado, para dejar que mis pesadillas se alargaran un ratito más. Las sábanas azules no querían despegarse de mi cuerpo, y yo les seguía la corriente, acercándome a ellas con cuidado, refugiando mi cabeza bajo la tela. Un ruido poco agradable venía de los pies de la cama. La pequeña rata se había levantado con ganas de roer el metal de su bebedero, y de paso, despertar a parte del vecindario. Una fuerza desconocida hizo que la roedora tuviese hambre, y abandonase su concierto de metal para invadir el comedero. Pude volver a dormirme, retomando mis queridas pesadillas. Pero los cristianos tuvieron que joderme el sueño. Un sinfín de campanas escandalosas y desafinadas se colaron por mi ventana, gritando constantemente hasta hacerme arañar los muelles del colchón. Cuando decidieron callarse, era demasiado tarde para reintentar dormirme. Así que, con pocas ganas, le di los buenos días a un mundo lluvioso y congestionado. No tenía ganas de desayunar. Me fui directa al escritorio. Al llegar, millones de apuntes y notas pendientes me dieron la bienvenida. Parecía que me esperaba un duro domingo por delante. Intenté terminar uno, o dos ejercicios. Ya eran las dos de la tarde. Me escaqueé de mí misma, huyendo a la cocina, con la escusa de hacerme la comida. Ensalada de canónigos. Un plato realizable en cinco minutos, pero que yo misma me encargué de cocinarlo en más de cuarenta y cinco. Después de una plácida comida, regresé al escritorio. Los apuntes y las notas seguían esperándome, me guiñaban el ojo de vez en cuando, para darme ánimos. Subí la persiana. Podía ver un poco de sol, y las malditas campanas que habían decidido despertarme. Bajé la persiana. Salí y entré de mi habitación dieciocho veces. La última vez, me senté en la silla, frente al ordenador. Me propusieron ir a la biblioteca, pero me negué. Domingo es un día para estar en casa, y yo no era quién para romper la tradición. Subí la persiana. El cielo se había vuelto azul oscuro, y las farolas intentaban dar un poco de color a ese día gris. Nerviosa por mi falta de estrés, me dediqué a escuchar decenas de canciones tristes con letras melancólicas, mientras me fumaba un cigarro rápidamente, antes de que alguien entrase en la habitación y me viese perdiendo el tiempo, y parte de los pulmones. Ni siquiera tuve ganas de cenar. Seguí con la música y los cigarros veloces, hasta que el sueño entró por mi ventana. Leí unas cuantas historias del señor Bukowski, y antes de dormir, me prometí que al día siguiente iba a madrugar, que aprovecharía las horas. Fue una lástima que el despertador se quedase en silencio de nuevo. Pero ya se sabe, la intención es lo que cuenta.
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1 comentario:
Jajajaja. Creo que has descrito con bastante similitud mi domingo, lunes, martes, miércoles y el jueves que es hoy, pinta más o menos igual. Pero oye, la intención la tengo...son las ganas las que no se dignan a aparecer.
Cuando febrero se quede a mitad volverán los domingos de tranquilidad y asco y todojunto a nuestras vidas.
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