El niño despeinado vivía en una habitación negra, sin cielo y sin amigos. Jamás comprendió por qué le encerraron en ese lugar, olvidó quién lo hizo. Ni siquiera le importaba. Simplemente, se sentaba en una esquina y se mecía en sus entrañas, dejando pasar el tiempo. Observaba a su alrededor. Las paredes oscuras se comían sus ganas de vivir, pero en un rincón sucio y anaranjado, siempre estaba en pie su pequeña esperanza. Unas cuantas flores le daban los buenos días, le hacían compañía, incluso le contaban qué había más allá de aquellos muros. El niño despeinado las escuchaba atentamente, sorprendido con esas palabras que gritaban cielos azules y mariposas inquietas, risas de niños y arena entre los dedos de los pies. Le encantaba saborear cada letra.
Un día, mientras se mecía, había más silencio del habitual. Temoroso, se levantó. Todo se había vuelto más oscuro si cabe. Se acercó hacia el rincón anaranjado que tanto le gustaba. Y vio aquello que no quería ver. Un río de sangre rodeaba a las flores que tantas historias le habían contado. Habían muerto, su pequeña esperanza había muerto. Rebuscó en sus bolsillos algún remedio, algún antídoto, una pizca de vida. Tan sólo encontró una tiza. El niño despeinado recordó las palabras de las flores, y actuó. Tenía que salvar a esos pétalos que tanto le gustaban. Creía que, pintando unas nubes en el cielo y un pequeño sol, las margaritas de sus cosquillas volverían a florecer. Pobre inocente.
3 comentarios:
delicioso olor a principito madurado y mejorado...
Magnífico =)
Precioso, aunque pelín triste.
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