viernes, 25 de diciembre de 2009
miércoles, 9 de diciembre de 2009
Calle Tesoro
Habían más de ocho coches en el aparcadero de la colina. De todos salían gemidos y cristales empañados por placer. De todos, menos del cadillac verde. En ese auto sólo se escuchaba una emisora desconocida de fondo, mientras los dos pasajeros se miraban de reojo. Ella, una joven quinceañera, enseñaba su rebeldía adolescente con un escote bien marcado, pero todavía quedaba algo de niña en ese lazo que adornaba su cabeza. Él, en cambio, quería hacer creer que era un rebelde sin causa, un dieciochoañero que podía con todo, equipado con su chupa de cuero, sus vaqueros desgastados, y una chulería que más de una vez le había fallado. Hacía apenas tres semanas que empezaron a salir, pero todavía no habían pasado de los cuatro besos y las cinco carantoñas. Él no paraba de intentarlo, y esa noche volvió a hacerlo. Disimuladamente, subió la mano por la rodilla de ella, intentando refugiarse entre su falda, pero rápidamente ella le apartó, enojándose, justificando que era demasiado pronto, que todavía no estaba preparada para ello. Pero él usó la táctica que nunca falla. Le susurró al oído que nunca había estado con nadie como ella, que le recorrían escalofríos con solo escuchar su nombre, que sabía que aquella noche tenía que ser la noche. Que estaban hechos el uno para el otro, y con eso les bastaba. Intentó acariciar su pierna de nuevo, y ella dejó de quejarse. Él avanzó lentamente, dibujando espirales en cada poro de su piel, hasta acariciar con suavidad la puntilla de sus bragas. Ella se estremeció, y llena de nervios, empezó a rebuscar en su bolso. Sin pensárselo dos veces, sacó las llaves de casa, y con una mirada le dijo todo lo que necesitaba para que cogiese el volante y apretase a fondo el acelerador. Subieron a casa a trompicones, entre risas, besos y mordiscos. La ropa iba esparciéndose por el pasillo. Corrieron, con la respiración entrecortada, hasta llegar a la habitación de sus padres. Ya estaban completamente desnudos. tumbados en la cama, comiéndose a bocados las ganas de hacer el amor. Ella se asustó. Nunca había visto un pene, y menos en erección. Pensar que eso iba a entrar dentro de ella le hizo sobrecogerse. Pero él le acarició lentamente la sonrisa, los pezones, el ombligo, el clítoris, incluso el corazón, y ella empezó a relajarse, hasta que se dejó llevar. Sintió que él ya había entrado, que todo iba cada vez más desprisa, y a la vez más lento, que perdía la noción del tiempo, y que estaba en un cielo que jamás había saboreado. Gritó con fuerza, y cuando volvió en sí, vio la cabeza de su novio apoyada sobre su pecho, murmurándole versos y humo entre los labios, hasta quedarse dormidos.
domingo, 6 de diciembre de 2009
Lidia
Lidia ya tiene trece años. Mañana es la fiesta de cumpleaños de Marta, y su madre le ha prometido llevarla al centro comercial para comprarse un conjunto para la ocasión. Todavía no se lo ha dicho, pero Lidia quiere convencer a mamá para ir a esa tienda que tanto le gusta a su hermana, porque ya no es una niña. Se está haciendo mayor. Hace tres meses que recibió su primer beso, y la semana pasada dio su primera calada. Además, está empezando a enamorarse, y ya se sabe que eso es cosa de adolescentes, y no de niñas. Jorge le acelera el corazón cada vez que se cruzan por el pasillo y él le mira de reojo dedicándole una sonrisa. Mañana irá a la fiesta, por eso Lidia espera estar más guapa que nunca. Quiere comprarse una de esas faldas que quedan por encima de las rodillas, y una camisa algo escotada. Ha leído en alguna de las revistas de su hermana que es más fácil seducir a un chico cuando le saludas con las piernas y te despides con el canalillo. Además, va a estrenar su primer sujetador, de color rosa clarito, heredado de su hermana mayor. También quiere pedirle que le maquille, no demasiado, pero sí lo suficiente para gustarle a Jorge, y conseguir ese beso que tanto ansía. Pero Lidia no puede hacer nada desde su cielo. Lidia está muerta. Y todo por culpa de un padre desgraciado que no supo parar a tiempo.
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