miércoles, 9 de diciembre de 2009

Calle Tesoro

Habían más de ocho coches en el aparcadero de la colina. De todos salían gemidos y cristales empañados por placer. De todos, menos del cadillac verde. En ese auto sólo se escuchaba una emisora desconocida de fondo, mientras los dos pasajeros se miraban de reojo. Ella, una joven quinceañera, enseñaba su rebeldía adolescente con un escote bien marcado, pero todavía quedaba algo de niña en ese lazo que adornaba su cabeza. Él, en cambio, quería hacer creer que era un rebelde sin causa, un dieciochoañero que podía con todo, equipado con su chupa de cuero, sus vaqueros desgastados, y una chulería que más de una vez le había fallado. Hacía apenas tres semanas que empezaron a salir, pero todavía no habían pasado de los cuatro besos y las cinco carantoñas. Él no paraba de intentarlo, y esa noche volvió a hacerlo. Disimuladamente, subió la mano por la rodilla de ella, intentando refugiarse entre su falda, pero rápidamente ella le apartó, enojándose, justificando que era demasiado pronto, que todavía no estaba preparada para ello. Pero él usó la táctica que nunca falla. Le susurró al oído que nunca había estado con nadie como ella, que le recorrían escalofríos con solo escuchar su nombre, que sabía que aquella noche tenía que ser la noche. Que estaban hechos el uno para el otro, y con eso les bastaba. Intentó acariciar su pierna de nuevo, y ella dejó de quejarse. Él avanzó lentamente, dibujando espirales en cada poro de su piel, hasta acariciar con suavidad la puntilla de sus bragas. Ella se estremeció, y llena de nervios, empezó a rebuscar en su bolso. Sin pensárselo dos veces, sacó las llaves de casa, y con una mirada le dijo todo lo que necesitaba para que cogiese el volante y apretase a fondo el acelerador. Subieron a casa a trompicones, entre risas, besos y mordiscos. La ropa iba esparciéndose por el pasillo. Corrieron, con la respiración entrecortada, hasta llegar a la habitación de sus padres. Ya estaban completamente desnudos. tumbados en la cama, comiéndose a bocados las ganas de hacer el amor. Ella se asustó. Nunca había visto un pene, y menos en erección. Pensar que eso iba a entrar dentro de ella le hizo sobrecogerse. Pero él le acarició lentamente la sonrisa, los pezones, el ombligo, el clítoris, incluso el corazón, y ella empezó a relajarse, hasta que se dejó llevar. Sintió que él ya había entrado, que todo iba cada vez más desprisa, y a la vez más lento, que perdía la noción del tiempo, y que estaba en un cielo que jamás había saboreado. Gritó con fuerza, y cuando volvió en sí, vio la cabeza de su novio apoyada sobre su pecho, murmurándole versos y humo entre los labios, hasta quedarse dormidos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial,genial, genial, como siempre.
Interesante, descriptivo, subyugante, ¿basado en vivencias propias? Lo contrario denota una imaginación desbordante, de la que el Mundo está muy falto. Sigue así. Los que te seguimos nesesitamos relatos como éste.
Brindo por ti, boluda.

Areúsa dijo...

"Sos redulce".

Y me gusta saber de ti de cuando en cuando, de ti, de tu prisa, de las bocas que tienes en los dedos, pequeña.