lunes, 10 de junio de 2019

M.

Me da miedo volver a hacerme mayor. Porque, aunque no lo parezca, una vez fui adulta, con casa, pareja, pensando en bebés y todas esas cosas. Pero se acabó, y retrocedí una etapa.

Ahora me fijo más, y veo que la mayoría de mis amigos (de los de toda la vida, que están ya en la treintena y siguen en mi ciudad) viven con su pareja, y tienen trabajo estable y un sueldo que no está nada mal. Algunas tienen hijos, e incluso se han casado. Otros se han comprado una casa y se han hipotecado para cuarenta años. ¡Cuarenta! Quizás estaremos todos muertos para aquél entonces, pero yo que sé, les gusta el riesgo. Cada fin de semana prueban un restaurante nuevo, se toman cuatro gins y planifican viajes a lugares lejanos sin temor a que los billetes cuesten más de la cuenta.

Y no me parece un mal plan de vida. De hecho, a veces me da rabia no haber llegado a eso. Estar a punto de alcanzar los malditos treinta y seguir pululando por el mundo y por la vida, sin rumbo, sin objetivos y sin ningún tipo de prisa. Y seguir compartiendo piso, con trabajos temporales, comiendo falafel y birra convencional, viajando cuando Ryanair pone precios baratos y sin saber qué será de mí el mes que viene.

Porque de vez en cuando echo de menos la estabilidad, crecer y ser mayor, pero parece ser que un poquito de mí quiere seguir viviendo la eterna adolescencia. Y no voy a ser yo quien me lo impida.

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