No suelo pasar más de diez minutos delante del espejo. Me lavo la cara, me cepillo los dientes y me voy. Ni siquiera me peino. Tan sólo me maquillo los sábados, y los días de entrevista de trabajo, y las noches en las que pienso que quizás hay suerte y follo. Pero no me esmero demasiado: un poco de rímel y antiojeras que no falte. El pintalabios burdeos sólo para ocasiones especiales, tres o cuatro veces al año.
Hoy me he pasado un cuarto de hora delante del espejo. Y en esos cinco minutos de más, he podido contarme tropecientas canas. Y joder, me he dado cuenta de cómo pasa el tiempo de puntillas para no despertarnos, y de repente, cuando abrimos los ojos, ahí están. Cabellos blancos, arrugas en las comisuras, patas de gallo, celulitis y dramas de más. Y a tomar por culo la bendita eterna adolescencia. Y a plantearse otra vez si ya toca ser adulta, y encontrar trabajo fijo, novio fijo, hijos fijos, hipoteca fija, letras del coche fijas, vacaciones fijas, aspiraciones en la vida fijas, sentimientos fijos. Y establecerse en el ciclo sin fin que nos marcan. Nacer, crecer, joderse, morir. Y ya tenemos la mierda servida.
Así que decido peinarme un poco, hacerme dos trenzas de niña pequeña pero dejando que se vean las canas, tirar de antiojeras y rímel, y por qué no, burdeos y hasta colorete. Y me olvido de tanta hipoteca y novios y vacaciones y fijitis aguditis, y me dejo de espejos y protocolos, y que el tiempo corra todo lo que quiera, que si no le escucho avanzar a mí no me molesta, y que ya me estableceré cuando esté bajo tierra y me coman los gusanos, que ahora quedan muchos tumbos que dar y demasiadas piedras con las que tropezar y volteretas y saltos y espirales y tumbos. Y que vengan las canas que quieran, que voy a vivir las adolescencias que me dé la gana, y que si hay suerte y esta noche follo, pues eso que me llevo, y que si no, pues no pasa nada, y seguimos para bingo.
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