Llevo todo el día pensando en mi huelga de latidos. Después de tres años sin publicar nada, ahora intento escribir cada día, convertirlo en una rutina. De hecho, tengo un saco lleno de ideas, de recuerdos, de utopías y de tonterías varias que necesitan escapar de mi cabeza.
He intentado inspirarme en mi primer viaje en solitario
(que sólo duró cuatro días y tres noches),
en los dos meses y veintiún días
en los que creía que por fin había algo más
(y en los que, efectivamente, estaba equivocada),
en el efecto Polonia y sus consecuencias
(aunque todavía estoy descubriéndolas),
en el día que me dijiste que no querías
ser tú quien me cortara las alas
(y fue la mejor decisión que tomaste nunca),
en la noche que perdí la dignidad
con un completo desconocido
(aunque no la recuerdo demasiado),
en el por qué no soporto llevar dos calcetines iguales
(a no ser que sean negros, entonces tienen que ir juntos),
en mi afición por agarrarme a clavos ardiendo
y apretarlos hasta que me sangren las entrañas
(porque si no, sería demasiado sencillo),
en el don que poseo para tropezar
más de tres veces con la misma piedra
(y cuanto más grande sea la hostia,
menos tiempo tardo en volver a repetir),
en la manía de no releer (casi) nunca lo que escribo
(aunque ahora mismo acabo de hacerlo,
y no paro de añadir mierda al texto).
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